La catedral de Ávila es un templo pegado a la muralla medieval construída entre 1170 y 1355. El Maestro Fruchel es el autor de la capilla mayor, girola, absidiolos e incluso de un pasadizo secreto (una galería de dos metros de alta por menos de un metro de ancha que une la cabecera de la catedral con el palacio episcopal, descubierta en 2010).
Es un edificio gótico, pero con elementos románicos. La girola (pasillo que rodea al altar mayor) está construída con piedras sangrantes de La Colilla, lo que da un aspecto mágico y misterioso.
El retablo mayor es renacentista, iniciado por Pedro Berruguete, continuado por Santa Cruz y terminado por Juan de Borgoña. En el trasaltar está el sepulcro de alabastro de Alonso de Madrigal, el Tostado (famoso teólogo del s.XV).
En el museo hay una custodia de plata de Juan de Arfe del s.XVI. El claustro es de bóveda de crucería y tiene 28 ventanales góticos. La portada de la catedral es del s.XV y está custodiada por dos monstruos. Hay dos torres, pero una de ellas no se llegó a terminar. Otra portada, del s.XIII, tiene representados a los apóstoles.
El día que visitamos Ávila había en la Plaza de Santa Teresa (o del Mercado Grande) un encuentro de encajeras (daba gusto ver el pavimento cubierto por mesas y sillas en las que señoras con curiosos sombreros le daban al encaje de bolillos tan ricamente). Para comer, El Palomar (Vara del Rey,5), donde te sirven un fascinante chuletón, precedido de una ensalada mixta y acompañado de una jarra de vino. En el postre, leche frita (36 euros). Lo divino y lo gastronómico muchas veces se juntan.
Hace muchos, pero muchos años que estuve en Ávila.
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