La Semana Santa en Soria es austera, contenida en emociones y frenada en entusiasmos. Va a lo que va: gente que sale en la procesión y gente que ve la procesión.
Tiene ocho cofradías (La Entrada de Jesús en Jerusalén -conocida popularmente como La Borriquilla-, La Oración del Huerto, La Flagelación del Señor, El Ecce Homo, Las Santas Caídas de Jesús, Las Siete Palabras, El Santo Entierro y La Virgen de la Soledad). Se pasan la semana saliendo de aquí para allá en un apretado tour callejero donde ofrecen amables interpretaciones de tambores y cornetas, creando así una peculiar banda sonora. Casi siempre pasan por El Collado y delante de alguna que otra iglesia románica fiel testigo de que, a pesar de la evolución humana y del progreso tecnológico, los movimientos de masas siguen anclados en la Edad Media.
Los sorianos, desde cualquier barra, apurando un vasito de limonada (Hay Limonada, lucen orgullosos los bares en su puerta) miran de lejos el movimiento de los pasos. No van a la procesión, pero la procesión siempre va a ellos (quieras o no quieras).
Las torrijas (y esa callada competición contemporánea de preparar la receta de la abuela, de la madre o de la tía que existe en la actualidad) endulzan y dan calorías para aguantar en el sitio escogido en la Plaza de Mariano Granados.
Y el domingo por la mañana, la aparición frente al Ayuntamiento de esa imagen denominada Virgen de la Alegría, creada por encargo en 2008 y que más que una talla castellana parece una muñeca estadounidense a tamaño real. (Resulta que aparece con un mantón negro y como está viendo a Cristo Resucitado, una autoridad local tiene el privilegio de quitarle el manto mientras suena ni más ni menos que ¡El Himno de la Alegría!). Adoro la Soria kitsch.
En la imagen, el paso de la Flagelación, camino del Espino, pasando delante de San Juan de Rabanera (s.XII), después de la procesión del Viernes.
Yo de la Semana santa Soriana no tenía ni idea, aunque la suponía austera, es Castilla. Pero su mantequilla, eso es un pecado que me pierde.
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