viernes, 10 de abril de 2020

Cueva



Son días de vivir dentro de la cueva y si, por un casual, tienes que salir a plena luz, la cantidad de horrores que te puedes encontrar allá fuera, no compensa la felicidad que produce la libertad. Todos los males del mundo están viajando en el aire y en las superficies, en las conversaciones y en lo que te depare lo que haya a la vuelta de la esquina. Y en el roce con otro cuerpo humano. De repente, el triángulo misterioso de la cueva es la protección más evidente ante la peligrosa amenaza. Es como cuando de pequeño te refugiabas en las sábanas y mantas de tu cama y te tapabas hasta la cabeza para no querer desprenderte de tu territorio de intimidad.


Y es que si sales, te contagias. Por eso el cobijo de tu intimidad (por muy oscuro que parezca) es la metáfora perfecta para salvarte de lo que, dicen, todavía se mueve por las calles. Y por las estanterías de los supermercados, y por los bancos de las estaciones de metro, y por las baldosas de una acera, y por las teclas de los números de un ascensor, y en el pomo exterior de la puerta de tu casa.

Voy a salir lo menos posible de mi cueva, por si acaso. (¿Hasta cuándo tendremos en el cuerpo metido este miedo: una semana, un mes, un año, toda la vida ya...?)

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